domingo, 10 de abril de 2011

La hipoteca de Justin Bieber

La hipoteca de Justin Bieber

No sé qué es lo que pasa, ni cuál será el motivo. No sé si será porque los días son más largos o porque la primavera nos está pintando en la cara una amable sonrisa tal vez más propia del verano, pero lo cierto es que últimamente no hago otra cosa que inaugurar casas. No mías, claro, no vayan ustedes a pensar, sino de esos amigos que uno tiene medio chiflados -a mi alrededor se ve que la locura abunda-, que se hipotecan hasta las cejas justo en el momento en el que nadie querría estar hipotecado. Justo en el momento en el que el Euribor se pone tonto, los créditos inalcanzables y los bancos y las cajas imposibles. Ahora, justo ahora que el paro se dispara y que el sistema económico mundial hace aguas mayores, ellos dan la entrada a lo que podría tornarse, a poco que se tuerza la cosa, en un callejón sin salida. Pero ellos son así de valientes, así de osados y de valientes, y de temerarios, también, y yo se lo agradezco, claro. Y más, como digo, de cara al verano, en el que uno puede tener las ventanas abiertas mientras se toma unos mojitos -queda inaugurado este pantano- y saludar al vecino del edificio de enfrente, y a su hija adolescente también, ésa que ha estado hace nada en Madrid, por aquello de ir a ver a Justin Bieber y comprobar si el efebo es en verdad de carne y hueso.

Abrir las ventanas
Me gustan las noches de verano en primavera. Por eso mismo. Me gusta abrir ventanas que no son las mías, salir a terrazas que no me pertenecen, de pisos cuyas escrituras no están ni estarán puestas a mi nombre, y brindar con bebidas de colores desde el otro lado de la calle, con adolescentes desengañadas de Justin y de su nacarada piel imberbe. Era como si no fuera tan él, como si fuera menos él que a lo que él nos tiene acostumbrados, me decía Jessi desde su ventana. Justin la había expulsado al país de las hipotecas, al país del señor Bieber. Ya no me gusta porque tiene voz de hombre, porque es ya, al cabo, un hombre; porque me gustaba más cuando era casi una niña, cuando los dos éramos casi unas niñas, cuando los dos estábamos tan vacíos del mundo, tan vacías, que no éramos casi nada todavía. Por eso cantábamos 'Baby', porque, en realidad, ni él ni yo podíamos entonces cantar otra cosa.
Jessi no me lo dice así, claro, pero, adjetivo arriba verbo abajo, me lo da a entender. Su padre se asoma en la ventana de al lado con un cigarrillo en la mano. Él ya sabía que, tarde o temprano, Justin iba a acabar por convertirse en Bieber, y 'Baby' iba terminar por sonar extraño en esa nueva voz de hombre que se afeita. Él ya sabía que, tarde o temprano, mis amigos acabarían, como todos, hipotecándose, y sabía también que, por más que se lo pidiese, ahora que es ya casi verano y que las ventanas están casi todo el tiempo abiertas, su mujer no iba a dejarle fumar el cigarrillo de después de cenar en casa, y tendría que asomarse a la ventana, con su ducados arrugado y su hija adolescente desengañada de un amor casi sáfico e impúber, a contemplar la noche, a contemplar, a pesar de todo, a pesar de la prohibición, de la barba y de la hipoteca, la belleza de la noche y de las cosas.
Por eso me gusta que mis amigos estrenen casas, porque así yo cambio de vecinos todo el tiempo, y me voy de Jessi a su padre y de un solar a otro en menos de lo que canta un ERE. Porque claro, también tengo amigos que tienen pisos recién estrenados en medio de una nada casi mesozoica, en la que, al sol, no hay nada más que lagartijas. Y tienen piscinas, sí, pero el césped no crece. Y tienen vecinos, sí, pero los vecinos no viven, y tienen proyectos de viviendas inacabadas sobre el 'skyline' de sus ventanas, pero los proyectos nunca dejan de serlo, al fin y al cabo los parques infantiles, que también se ven desde sus fantásticas ventanas oscilobatientes, están tan vacíos como los estómagos de las lagartijas que corretean por ellos.
Sin autobús ni ADSL
Por eso, algunos de mis amigos no saben tampoco quién es Justin Bieber, porque el ADSL no les llega hasta las hipotecas de sus suelos flotantes y tienen que aprovechar las visitas a otras casas y esperar a que Jessi se lo cuente. Claro que, tienen que hacerlo en coche, porque las líneas de autobús todavía son precarias en algunas zonas residenciales de algunos pueblos y algunas ciudades, y las lagartijas, de momento, no han crecido tanto en estos barrios fantasmas como para convertirse en velocirraptores y poder emplearlas en alguna clase de servicio de transporte municipal, o algo así.
En consecuencia, y mientras la vida no se manifieste en sus alrededores, Justin Bieber seguirá siendo un desconocido en ciertas casas de ciertos amigos, desde cuyas ventanas iremos, miguita a miguita, alimentando a los reptiles.
Por eso me gusta que mis amigos se compren casas, porque cada una es, como decía Pessoa de las personas, un mundo a solas. Me gusta que se las compren y me gusta que las vendan también, antes de que vengan los bancos a quedarse con el todo que es su parte y se lleven también a mis amigos, con eso de que, mientras la ley no lo remedie, es todo suyo, la casa y la pasta, la bolsa y la vida.
Por eso me gustan mis amigos y las casas de mis amigos, y por eso no me gustan los gobiernos ni las oposiciones que, como los nuestros, permiten que las grandes empresas financieras vengan a jodernos las noches de mojitos, terrazas y 'skyline', con sus cientos de luces nocturnas, sus decenas de animalitos y sus miles de Justin Bieber a punto -Jessi lo sabe- de convertirse en nadie.

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